Hay muy pocas cosas que no se sepan de Ibiza. Desde las lejanas costas
indias de Goa hasta el cinturón industrial de Sheffield, debe de haber muy poca
gente que no conozca el lugar exacto donde se encuentra este antiguo enclave
árabe, este pequeño pinar mediterráneo, esta isla incombustible que el tiempo
ha convertido en un taller de tendencias, modas y costumbres exportables al
mundo entero. La isla más famosa de los últimos 30 años ha vivido el esplendor
y el duro ocaso de la utopía sesentayochista, casi sin despeinarse
-aberraciones inmobiliarias aparte-, para acabar por fin reconvertida en nueva
meca del technotribalismo.
Así la encontramos hoy, asombrosa y decepcionante a partes iguales, con
la nostalgia de lo que un día fue y la promesa de lo que será, debatiéndose
entre el fulgor de su vida nocturna y la absoluta placidez de unos días sin
relojes, entre el sano hedonismo y los despropósitos químicos, entre el turismo
de lujo y la vía de escape en forma de pack
de cuatro noches sin día para visitantes de media Europa.
Pero hay algo más. En Ibiza corre el viento sin hacerse notar pero
incesantemente, sin detenerse más que para dar la vuelta en uno de sus cabos y
envolver otra vez al viajero en una especie de murmullo continuo que le anuncia
que algo especial va a sucederle allí. Esto, que sin duda puede parecer un
ataque agudo de misticismo, realmente se nota en cuanto uno, recién llegado del
aeropuerto, pone por primera vez el pie en una de sus playas.
Por no alejarnos demasiado del aeropuerto y de la capital, nos dirigimos
ahora hacia la costa más meridional de la isla, dejando atrás Sant Fransesc de
s'Estany, residencia predilecta de la legión de hooligans que nunca se separan demasiado de las grandes discotecas,
como Amnesia o Privilege, para llegar a las playas de las salinas.
La primera de ellas, la de Es Cavallet, es probablemente la más
tranquila y mejor acondicionada para una sesión de playa cómoda y sin
demasiados problemas de espacio. Si bien el aparcamiento no es excesivamente
grande, cuenta con un acceso fácil, que no requiere un esfuerzo demasiado
titánico para alcanzar un buen sitio para todo el día. El restaurante de Es
Cavallet te ofrece, además, una pronta y amabilísima bienvenida, tanto para un
tentempié en la barra como para comer tranquilamente bajo el brezo. El precio,
como en cualquier otro establecimiento costero entre el Algarve portugués y la
isla de Mikonos, dispuesto siempre a comerse nuestra paga extra. Pero, a estas
alturas, eso es lo de menos.
Una vez levantado de la mesa, uno no tiene más que dar 10 pasos, pedir
una tumbona o echarse sobre la arena, fina, blanca, y abandonarse. No hay
carreras locas por la playa, sólo el suave ir y venir de la marea, el cielo
azul cruzado por un avión, el agua templada, transparente, la desdibujada línea
del horizonte, un libro, el breve chapuzón de media tarde, cuerpos que pasan,
risas tamizadas por la brisa, a lo lejos: una cierta calma.
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