Si se lo piensa un poco, hay algo especialmente atractivo -un encanto
adicional- en los mapas de grandes ciudades atravesadas por grandes ríos.
Pensar en Londres, en Florencia, en El Cairo, en Praga, en París. Un gran río
funcionando como esa delgada pero decisiva línea curva que separa al yin del
yang. Un respiro líquido y en movimiento que les regala a las ciudades la
posibilidad de sentirse felizmente psicóticas y así desarrollar dos lados de
personalidades diferentes pero siempre complementarias.
Una forma tan marcial como fluida de interrupción de lo urbano
devolviendo todo el asunto al principio de la historia, cuando ahí no había
hombres y, mucho menos, una ciudad, sino, apenas, un río que pasa.
Un río -pensar en el Támesis, en el Arno, en el Nilo, el Vlatva, el
Sena- no sólo ofrece la posibilidad de cruzar puentes, que es una de las
actividades más placenteras que existen, sino que además nos permite el raro
privilegio de ver una ciudad con estética perfecta de postal turística desde
cualquiera de sus dos orillas.
El caso de Budapest es, posiblemente, el caso más extremo y siamés de
este ordenado desorden, porque de un lado, hacia occidente, están las colinas
de Buda, y del otro, hacia oriente, está la plana Pest. Y en el medio y entre
ellas, claro, un río llamado Danubio.
Budapest fue fundada en 1873 siguiendo esa conducta tan centroeuropea de
juntar varios pequeños pueblos para proponerse la construcción de una metrópoli
importante. En cualquier caso, el terreno ya era punto de referencia desde el
paleolítico porque por allí era fácil cruzar el caudaloso río. Así lo
entendieron los romanos, que decidieron fundar allí Aquincum. Así lo entendió
Atila, que decidió conquistarla.
Así lo entendieron los cristianos, que la reclamaron en el nombre de su
Mesías y se la entregaron a los Habsburgo, quienes la modernizaron para, con el
tiempo, convertirla en una de las joyas de la corona del imperio austrohúngaro.
La I Guerra Mundial la sacudió mucho, la II Guerra Mundial la sacudió mucho
más, dejando a Buda en ruinas y en manos soviéticas que recién la soltaron con
las elecciones libres de 1990.
Sin embargo, si nos movemos tierra adentro, aquí y allá, tanto en Buda
como en Pest, se tiene la sensación un tanto perturbadora de haber llegado en
el instante preciso en que ultiman los detalles para el estreno de una obra o
de una ciudad en obras. Después de décadas de abandono, Budapest experimenta
por estos días una renovación que se hace manifiesta en el simbólico palacio
Gresham, alguna vez templo bursátil y hoy un hotel Four Seasons, mientras que
el célebre y bohemio café New York ha cerrado sus puertas, abiertas desde 1894,
para abrirlas próximamente quién sabe con qué dueño y nombre.
En todas partes se observa esta suerte de reconstrucción y metamorfosis
donde lo que era una cosa ahora será otra mientras de todas partes del mundo
llegan los alegres millonarios, quienes -gracias a las bondades de un boom inmobiliario que comienza a
extinguirse- ahora ocupan un loft
donde alguna vez bailaron aristócratas de nombre complicado. Así, la mímesis
que señalaba Magris en El Danubio ha
ido mutando, ahora, a esa suerte de voluntad de parque temático de lo auténtico
en que se van convirtiendo, poco a poco, las viejas ciudades de esta nueva
Europa.
Un río que atraviesa una ciudad es, finalmente, la excusa perfecta para
detenerse en el centro exacto de un puente -o tomar posesión de la verde y
espiritual isla-parque Margarita- y no estar en ninguna parte. Un río es, sí,
la forma perfecta de fuga perfecta. Una vía de escape por la que acabar llegando
al punto de partida. Alguien me comenta que, si se tienen ganas y tiempo, no
hay nada mejor que remontar el Danubio hasta Viena.
Hay barcos que hacen ese trayecto. Siete horas de ida y siete de vuelta
y, entonces, sí, la posibilidad única de verla acercarse, de volver a entrar a
Budapest -a Buda y a Pest- como se debe: por ese río que la divide y la une
para siempre. Contemplar Budapest desde cubierta -toda encendida y de noche-,
pensando en que si es verdad eso de que la vida es un río que fluye, entonces
es probable que nosotros tal vez seamos esas ciudades que la vida atraviesa sin
prisa ni pausa para después seguir su curso y su destino.
BUDAPEST -A DIFERENCIA de sus cómplices y competidoras Viena y Praga- no
disfruta de la protección de santos patrones turísticos como Sigmund Freud y
Franz Kafka, pero les saca varios cuerpos de ventaja a la hora de sus baños
termales.
Desde hace más de 2.000 años, se aprovechan y se disfrutan los 80
millones de litros de agua altamente mineralizada que brotan de manantiales
naturales para alimentar a casi cincuenta templos del flotar como una de las
bellas artes y hacen de Budapest una de las grandes ciudades balnearias del
Viejo Mundo.
Elegir, como muestra, el encanto decadente estilo Secesión de los Baños
Gellért y los Baños Rudas, que siguen el modelo turco de los principales
accionistas y disfrutadores de la empresa durante su ocupación de la ciudad por
145 años. Pasearse, allí, por entre matronas envueltas en toallas y gigantes
que parecen viejos oficiales del partido mascullando su pasado y preguntándose
qué pasó mientras el vapor los cubre.
Los baños termales son el sitio ideal tanto para abrir el apetito como
para recuperarse de una típica comida húngara, donde imperan los contundentes
platos combinados a base de pollo, cerdo, ñoquis, col rellena y goulash,
empujados por un vino de postre local: el legendario Tokaji Aszú, producto
único e irrepetible de un moho que sólo se da en el encuentro de los ríos
Bodrog y Tisza.
En el restaurante de nombre inquietante -Fâtal, se llama, y está ubicado
en los sótanos cavernosos de un viejo edificio del centro de Pest-, la comida
llega al comensal en su propia y profunda olla y de ahí se come. Aquí usar
platos es de cobardes, parece. Después, claro, arrastrarse hasta los baños
termales, cruzar el Danubio, el agua.
1 comentarios:
Muy buen post, con mucha información.En este que encontre incluian los precios de las entradas de los monumentos viajar a budapest por si os interesa.
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