Luz a través de las rocas, eso es el oro para los incas. En ningún lugar
se hace más patente que en Machu Picchu, la ciudad donde las piedras hablan.
Para ir allí hay que coger muy temprano un trenecito que, después de atravesar
una vasta zona ganadera, se desliza por el valle sagrado y, siguiendo el curso
del río Urubamba, nos conduce hasta el incomparable final del panorama de Machu
Picchu, radiante en su istmo de piedra entre dos grandes cerros escarpados.
No creo que haya un lugar en el mundo en que obra humana y naturaleza
coexistan de forma más armoniosa. Cerros cubiertos de vegetación están
salpicados de asentamientos de granito blanco, interrumpidos por campos
abiertos de andenes agrícolas, corrales, graneros y plataformas de observación
en las cumbres. La mentalidad europea que llegó en 1532 consideró su propia
cultura como la misma obra de Dios, y la naturaleza como una fuerza que debía
ser conquistada y dominada, mientras que el inca veneraba la naturaleza. Machu
Picchu constituye sin duda un paisaje cifrado.
Fuerzas invisibles reinaban en su mundo, y los incas se entregaban a
variadas formas de adoración, relacionadas con los ciclos agrícolas o con la
veneración de configuraciones geográficas, montañas, ríos, piedras y
manantiales. Los incas consideraban a Machu Picchu como un lugar de poder,
donde se hallaban concentradas fuerzas sagradas.
¿Cuándo fue abandonado Machu Picchu, qué le sucedió a su población, por
qué la mayoría de los restos humanos hallados fueron de mujeres? Son preguntas
que tal vez nunca podremos contestar. Sin embargo, todas las praderas y ruinas
del Perú andino están llenas de esos niños picaflor que parecen guardar en sus
ojos la respuesta a tales enigmas. Permanecen silenciosos, junto a las llamas
de cuellos estirados, y nos miran cuando pasamos cerca. Parecen los hijos
errantes de algún príncipe, o los mensajeros de un dios, que hubieran venido al
mundo a probar la honradez de las criaturas.
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