Hoy y ahora, Budapest discute con Praga acerca de cuál de ellas es
"la París de Centroeuropa", mientras sus fachadas y avenidas son
puestas a punto por potencias turísticas extranjeras y manadas de visitantes
que -como alguna vez lo hicieron los godos, los longobardos, los ávaros, los
tártaros, los magiares, los hunos, los otros- llegan a sus orillas con ganas de
quedarse para siempre, de ya no irse nunca, de compartir con sus seres queridos lo que significa viajar a Budapest.
Nada más simplificante y orientador, también, que un río a la hora de
comenzar a conocer una ciudad nueva. "El Danubio enfila las ciudades como
perlas", escribe Claudio Magris en El
Danubio(Anagrama). "El Danubio transcurre grande, y el viento de la
noche pasa sobre los cafés al aire libre como la respiración de una vieja
Europa que tal vez se encuentre ahora en los márgenes del mundo y no produzca,
sino sólo consuma historia... Budapest es la más hermosa ciudad del Danubio;
una sabia autopuesta en escena, como en Viena, pero con una robusta sustancia y
una vitalidad desconocidas en la rival austriaca". Y agrega: "Si la
Viena moderna imita el París del barón Haussman, con sus grandes bulevares, Budapest
imita a su vez este urbanismo vienés de acarreo, es la mímesis de una mímesis;
es posible también que gracias a esto se asemeje a la poesía en su acepción
platónica: su paisaje sugiera, más que el arte, el sentido del arte".
Este paisaje mimético por naturaleza del Budapest de siempre ha cobrado
renovada potencia en estos días. Visitar Budapest ahora es casi sentirse parte
de un radical experimento urbano en el que la ciudad parece espécimen feliz y
dispuesto a casi lo que sea con tal de que algo ocurra después de tanto tiempo.
La inequívoca sensación de bestia que se despereza tras muchos años de estar
dormida y a la que todavía se le pueden leer los girones de un sueño largo y
pesado en los ojos recién abiertos.
No es fácil descubrirlo si se pasea por las panorámicas orillas del río
-el más justificadamente clásico de los paseos- y se mira para un lado, se
cruza el puente de las Cadenas, se mira para el otro. Así, Buda ofrece la parte
palaciega y real, la iglesia de Matías, los museos, la Biblioteca Nacional, los
pequeños y exclusivos restaurantes como el Fortuna Étterem, los edificios
medievales (en un momento de locura frankenstiana, alguien le ha adosado un
injerto Hilton Hotel de 1976 a lo que supo ser un convento jesuita del siglo
XVII) ordenados con elegancia a 60 metros sobre el Danubio, en el monte
Gellért, que se escala sin esfuerzo gracias al Budavári Sikló Menetjegy, un
antiguo tren-funicular.
Del otro lado, en Pest, el perfil de la ciudad está marcado por las
ominosas y grises moles parlamentarias (que ocuparon el sitio de las viviendas
rurales arrasadas por la gran crecida de 1873 y donde Madonna terminó de filmar
su Evita después de que el rodaje se
complicara en Buenos Aires), la basílica de San Esteban (donde se conserva la
sacra mano de san Ildefonso, a la que sacan a pasear en procesión cada 20 de
agosto), las tiendas de antigüedades y de libros de colección, el barrio judío
con la más grande sinagoga de toda Europa, los tranvías amarillos, los
perfectos cafés de la avenida Andrássy, la plaza Roosvelt, el distrito
comercial en la calle Váci, los burgueses y ornados edificios de departamentos
del centro en los que vivían los comerciantes y hombres de la industria del
siglo XIX (que Magris define como "una arquitectura del esplendor y del
ocultamiento" y le recuerdan una especie de "futuro poshistórico y
sin estilo como el del filme Blade
Runner") y, al fondo, los alrededores del Városiglet o "parque de
la ciudad". Lo dicho: dos perfectas postales a medida.
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