De Cuzco a Machu Picchu (parte I)

. miércoles, 20 de marzo de 2013

Cuzco significa ombligo del mundo y fue la capital del imperio inca. Una leyenda habla de su fundación. Dos hermanos llevaban una barra de oro y tenían que encontrar un lugar donde se hundiese con facilidad. Ese lugar fue Cuzco. Cuando llegaron los españoles era tan grande como cualquier ciudad europea, y poseía sofisticados sistemas de agua y calles pavimentadas donde no existía la pobreza. Tenía la forma de un puma, que para los incas era un animal sagrado, y estaba llena de tesoros, que los españoles fundieron para llevarse el oro en lingotes. La ciudad, que había surgido de las bodas místicas entre el cielo y la tierra, fue desposeída del oro vivificador. Las sonidos de la María Angola hablan de esa pérdida. Las campanadas surgen lentamente, a intervalos regulares, transformándose en esa música cuzqueña que abre las puertas de la memoria.


Situada a 3.300 metros de altura, conviene caminar despacio por sus calles para aclimatarse y no padecer el terrible mal de la altura. Su centro es la plaza de Armas, donde están sus dos mayores templos cristianos, la catedral y la iglesia de la Compañía. Una plaza alargada, como corresponde a la visión inca del mundo. Desde muy temprano, bajo los portales de arcos blancos, hay indígenas vendiendo sus manufacturas, esteras, prendas de lana, vasijas. Los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles, ondulantes, en la ladera de la montaña, hacen de Cuzco una ciudad tan hermosa como extraña. Una ciudad doble, pues los españoles construyeron sus edificios sobre los enormes cimientos de los edificios incas.

Alguien nos dijo que muy cerca estaba la casa del Viejo, y que un poco más allá podríamos ver el muro. Habíamos ido a Cuzco a ver sobre todo ese muro. José María Arguedas dedica el primer capítulo de su novela Los ríos profundos a hablarnos de la emoción que esas construcciones antiguas producen en el sensible niño protagonista.

Y, en efecto, el muro estaba allí, cálido y oscuro, tal como Arguedas lo había descrito, pues los incas conocían el arte de transformar en barro las piedras.

Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines, y que escalaba la ladera. Y cada piedra era diferente. La pared española, blanqueada, no parecía servir sino para darles luz. "Era estático el muro", escribe Arguedas, "pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman yawar mayu (ríos de sangre) a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre".

Volvieron a sonar las campanadas de la María Angola. Sus sonidos se hundían en todas las cosas y parecía que habíamos caído, como en las leyendas, en alguna ciudad escondida en el centro de una montaña, "debajo de los mantos de hielo inapagables que nos enviaban luz a través de las rocas".


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